En el mismísimo instante que corta la música dando fin a la misa, una fina lluvia de conciencia copa el sinfín de cabezas.
La realidad resucita en un arranque de angustia colectiva. Miles y miles de animales son ahora personas civilizadas que se ven desnudos y sucios, cargados de vergüenza y miedo.
En piloto automático, y en infinitos soliloquios, la masa marcha en procesión, descubriendo en lo más profundo de su ser, todo la potencia del imán civilizatorio.
Presos de ilusiones; un baño, una cama, un hogar. Aborrecen toda lógica natural, asqueados de su aspera simpleza, de la lucha sin cuartel por lo primario, el frío telón de la realidad, cayendo.
Lanzados de la vorágine, a la velocidad y el calculo, cuando acaba el éxtasis, ¿ya acabaste?, lentamente el Tiempo vuelve para hacerse carne.
No hay gritos guturales, solo tímidas voces. La espontaneidad dionisíaca sucumbió, el cuadradito cambió de verde a rojo, ahora quieren estar con gente sin hablar.
Las frentes de cara al suelo, cubiertos de tierra.
Nueves de polvo enrojecen a la Luna por la derecha, más hacia el sur un fuego fatuo consume campos de yuyo. Mientras penetran en un abominable gusano de micros de colores al pulso del maquinador ronquido de las bestias.
La angustia y el miedo ya conquistó el calor del rebaño, fin de la catarsis colectiva.
Todo adquiere una belleza extraña y enfermiza, conocen el destino de vuelta pero igual quieren regresar.
Sin represión no hay catarsis.
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