A medida que fui internándome, aquel pasadizo se iba convirtiendo en una galería semejante a la de una mina carbonífera .Empecé a sentir un frío húmedo y entonces advertí que hacía rato estaba caminado sobre un suelo mojado, a causa, seguramente, de los hilillos de agua que silenciosamente descendían por los muros cada vez más irregulares y agrietados; pues ya no eran las paredes de cemento de un pasadizo construido por ingenieros sino, al parecer, los muros de una galería excavada en la tierra misma, por debajo de la ciudad de Buenos Aires. El aire se volvía más y más enrarecido, o acaso era una impresión subjetiva debida a la oscuridad y al encierro de aquel túnel, que parecía ser interminable .Noté, asimismo, que el piso no era ya horizontal sino que iba paulatinamente descendiendo, aunque sin ninguna regularidad, como si la galería hubiese sido excavada siguiendo las facilidades del terreno. En otras palabras, ya no era algo planeado y construido por ingenieros con la ayuda de máquinas adecuadas; más bien se tenía la impresión de estar en una sórdida galería subterránea cavada por hombres o animales prehistóricos, aprovechando o quizá ensanchando grietas naturales y cauces de arroyos subterráneos. Y así lo confirmaba el agua cada vez más abundante y molesta. Por momentos se chapoteaba en el barro, hasta que se salía a partes más duras y rocosas. Por los muros el agua se filtraba con mayor intensidad. La galería se agrandaba, hasta que de pronto observé que desembocaba en una cavidad que debía ser inmensa, porque mis pasos resonaban como si yo estuviera bajo una bóveda gigantesca. Lamentablemente, no me era posible vislumbrar siquiera sus límites a la escasísima luz que me daba mi encendedor. También noté una bruma formada no por vapor de agua sino tal vez, como me lo parecía revelar un intenso olor, producido por la combustión espontánea y lenta de alguna leña o madera podrida.Yo me había detenido, creo que intimidado por la indistinta y monstruosa gruta o bóveda. Bajo mis pies sentía el piso cubierto de agua, pero esa agua no estaba estancada sino que corría en una dirección que yo imaginé conduciría a alguno de esos lagos subterráneos que exploraran los espeléologos. La soledad absoluta, la imposibilidad de distinguir los límites de la caverna en que me hallaba y la extensión de aquellas aguas que se me ocurría inmensa, el vapor o humo que me mareaba, todo aquello aumentaba mi ansiedad hasta un límite intolerable. Me creí solo en el mundo y atravesó mi espíritu, como un relámpago, la idea de que había descendido hasta sus orígenes. Me sentí grandioso e insignificante.Temí que aquellos vapores terminaran por emborracharme y hacerme caer en el agua, muriendo ahogado en momentos en que estaba a punto de descubrir el misterio central de la existencia. A partir de ese instante ya no sé discernir entre lo que sucedió y lo que soñé o me hicieron soñar, hasta el punto que de nada estoy ya seguro; ni siquiera de lo que creo que pasó en los años y hasta en los días precedentes. Y hasta dudaría hoy del episodio Iglesias si no me constase que perdió la vista en un accidente al que yo asistí. Pero todo lo demás, desde ese accidente, lo recuerdo con lucidez febril, como si se tratara de una larga y horrenda pesadilla: la pensión de la calle Paso, la señora Etchepareborda, el hombre de la CADE, el emisario parecido a Pierre Fresnay, la entrada en la casa de Belgrano, la Ciega, el encierro a la espera del veredicto. Mi cabeza comenzaba a enturbiarse y ante la certeza de que tarde o temprano caería sin conocimiento tuve sin embargo el tino de retroceder hacia un lugar en que el nivel del agua era menos alto, y allí, ya sin fuerzas, me derrumbé. Sentí entonces, supongo que en sueños, el rumor del arroyo Las Mojarras al golpear sobre las toscas, en la desembocadura del río Arrecifes, en la estancia de Capitán Olmos. Yo estaba de espaldas sobre el pasto, en un atardecer de verano, mientras oía a lo lejos, como si estuviera a una distancia remotísíma, la voz de mi madre que, como ésa era su costumbre, canturreaba algo mientras se bañaba en el arroyo. Ese canto que ahora oía parecía ser alegre, al comienzo, pero luego se fue haciendo para mí cada vez más angustioso: deseaba entenderlo y a pesar de mis esfuerzos no lo lograba, y así mi angustia se hacía más insufrible por la idea de que las palabras eran decisivas: cosa de vida o muerte. Me desperté gritando: "¡No puedo entender! ¡No puedo entender!". Como suele sucedernos al despertar de una pesadilla, intenté hacer conciencia del lugar en que estaba y de mi real situación. Muchas veces, ya de grande, me sucedió que creía despertar en el cuarto de mi infancia, allá en Capitán Olmos, y tardaba largos y espantosos minutos en ir reconstruyendo la realidad, el verdadero cuarto en que estaba, la verdadera época: a manotones de alguien que se ahoga, de alguien que teme ser arrastrado de nuevo por el rio violento y tenebroso del que a duras penas ha comenzado a salvarse agarrándose a los bordes de la realidad. Y en aquel instante, cuando la zozobra de aquel canto o gemido había llegado a su punto más angustioso, volvía a sentir esa extraña sensación e intenté asirme desesperadamente a los bordes de la verdadera circunstancia en que despertaba. Sólo que ahora la realidad era todavía peor, como si estuviera despertando a una pesadilla al revés. Y mis gritos, devueltos en apagados ecos en la gigantesca bóveda de la gruta, me llamaron a la verdad. En medio del silencio hueco y tenebroso (mi encendedor había desaparecido en el agua, al caerme) se repetían hasta apagarse en la lejanía y en la oscuridad las palabras de mi despertar. Cuando el último eco de mis gritos murió en el silencio, quedé anonadado por largo tiempo: recién entonces parecía tener plena conciencia de mi soledad y de las poderosas tinieblas que me rodeaban. Hasta ese momento, o, mejor dicho, hasta el momento que precedió al sueño de la infancia, yo había estado viviendo en el vértigo de mi investigación y sentía como si hubiera sido arrastrado en medio de una loca inconsciencia; y los temores y hasta el espanto sentidos hasta ese instante no habían sido capaces de dominarme; todo mi ser parecía lanzado en una demencial carrera hacia el abismo, que nada podía detener. Sólo en ese momento, sentado sobre el barro, en el centro de una cavidad subterránea cuyos límites ni siquiera podría sospechar, sumergido en la tiniebla, empecé a tener clara conciencia de mi absoluta y cruel soledad. Como si aquello perteneciera a una ilusión, recordaba ahora el tumulto de arriba, del otro mundo, el Buenos Aires caótico de frenéticos muñecos con cuerda: todo se me ocurría una infantil fantasmagoría, sin peso ni realidad. La realidad era esta otra. Y solo, en aquel vértice del universo, como ya expliqué, me sentía grandioso e insignificante. Ignoro el tiempo que transcurrió en aquella especie de estupor. Pero el silencio no era un silencio liso y abstracto, sino que poco a poco fue adquiriendo esa complejidad que adquiere cuando se lo vive un tiempo largo y anhelante. Y entonces se advierte que está poblado de pequeñas irregularidades, de sonidos al principio imperceptibles, de apagados rumores, de misteriosos crujidos. Y así como mirando pacientemente las manchas de una pared húmeda empiezan a vislumbrarse los contornos de rostros, de animales, de monstruos mitológicos; así, en el gran silencio de aquella caverna, el oído atento iba descubriendo estructuras y dibujando figuras que adquirían poco a poco un sentido: el característico rumor de una cascada lejana; las apagadas voces de hombres cautelosos; el cuchicheo de seres acaso muy próximos; enigmáticos y entrecortados rezos; chillidos de aves nocturnas. Infinidad de rumores e indicios, en fin, que engendraban nuevos pavores o desatinadas esperanzas. Porque, así como en las manchas de humedad Leonardo no inventaba rostros y seres monstruosos sino que los descubría en esos laberínticos reductos, así tampoco debe creerse que mi imaginación ansiosa y mi pavor me hacían oír rumores significativos de apagadas voces, de ruegos, de aleteo o chillido de grandes pájaros. No, mi ansiedad, mi imaginación, mi largo y pavoroso aprendizaje sobre la Secta, el afinamiento de mis sentidos y mi inteligencia durante largos años de búsqueda, me permitían descubrir voces y estructuras malignas que para un hombre corriente habrían pasado inadvertidas. Ya en mi primera infancia tuve las primeras prefiguraciones de aquel mundo perverso en mis pesadillas y alucinaciones. Todo lo que luego hice o vi en mi vida estuvo de una manera o de otra vinculado a aquella trama secreta, y hechos que para la gente común no significaban nada, saltaban a mi vista con sus contornos exactos, del mismo modo que en esos dibujos infantiles donde debe encontrarse un dragón disimulado entre árboles y arroyuelos. Y así, mientras los otros muchachos pasaban de largo, aburridos, obligados por los profesores, por las páginas de Homero, yo, que había pinchado ojos de pájaros, sentí mi primer estremecimiento cuando aquel hombre describe, con aterradora fuerza y precisión casi mecánica, con perversidad de conocedor y vengativo sadismo, el momento en que Ulises y sus compañeros hienden y hacen hervir el gran ojo del Cíclope con un palo ardiente. ¿No era Homero ciego? Y otro día, abriendo al azar el gran volumen de mitología de mi madre leí: "Y yo, Tiresias, como castigo por haber visto y deseado a Atenas mientras se bañaba, fui enceguecido; pero apiadada la Diosa me concedió el don de comprender el lenguaje de los pájaros proféticos; y por eso te digo que tú, Edipo, aunque no lo sabes eres el hombre que mató a su padre y desposó a la madre, y por eso has de ser castigado". Y como nunca creí en la casualidad, ni aun de niño, aquel juego, aquello que creí hacer por juego, me pareció un presagio. Y ya nunca pude apartar de mi mente el fin de Edipo, pinchándose los ojos con un alfiler después de oír aquellas palabras de Tiresias y de asistir al ahorcamiento de su madre. Como tampoco ya pude apartar de mi espíritu la convicción, cada vez más fuerte y fundada, de que los ciegos manejaban el mundo: mediante las pesadillas y las alucinaciones, las pestes y las brujas, los adivinos y los pájaros, las serpientes, y en general, todos los monstruos de las tinieblas y de las cavernas. Así fui advirtiendo detrás de las apariencias el mundo abominable. Y así fui preparando mis sentidos, exacerbándolos por la pasión y la ansiedad, por la espera y el temor, para ver finalmente las grandes fuerzas de las tinieblas como los místicos alcanzan a ver al dios de la luz y de la bondad. Y yo, místico de la Basura y del Infierno, puedo y debo decir: ¡CREED EN MÍ!Así, pues, en aquella vasta caverna, entreveía por fin los suburbios del mundo prohibido, mundo al que, fuera de los ciegos, pocos mortales deben de haber tenido acceso, y cuyo descubrimiento se paga con terribles castigos y cuyo testimonio nunca hasta hoy ha llegado inequívocamente a manos de los hombres que allá arriba siguen viviendo su candoroso sueño; desdeñándolo o encogiéndose de hombros ante los signos que deberían despertarlos: algún sueño, alguna fugaz visión, el relato de algún niño o un loco. Y leyendo como simple pasatiempo los relatos truncados de algunos de los que acaso llegaron a penetrar en el mundo prohibido, escritores que terminaron también como locos o como suicidas (como Artaud, como Lautréamont, como Rimbaud) y que, por lo tanto, sólo merecieron la condescendiente mezcla de admiración y desdén que las personas grandes sienten por los niños.Sentía, pues, a seres invisibles que se movían en las tinieblas, manadas de grandes reptiles, serpientes amontonadas en el barro como gusanos en el cuerpo podrido de un gigantesco animal muerto; enormes murciélagos, especie de pterodáctilos, cuyas grandes alas ahora oía batir sordamente y que, en ocasiones, me rozaban con asquerosa levedad el cuerpo y hasta la cara; y hombres que habían dejado de ser propiamente humanos, ya sea por el contacto perpetuo con aquellos monstruos subterráneos, ya por la misma necesidad de moverse sobre terrenos pantanosos; de manera que más bien se arrastran en medio del barro y de la basura que en aquellos antros se acumulan. Detalles que aunque no pueda decir que los haya verificado con mis ojos (dada la oscuridad que domina) los he presentido por mil indicios que nunca nos dejan equivocar: un jadeo, una manera de gruñir, una forma de chapotear. Durante mucho tiempo permanecí quieto, presintiendo aquella existencia asquerosa y apagada. Cuando me incorporé, sentí como si las circunvoluciones de mi cerebro estuvieran rellenas de tierra y enredadas en telarañas. Durante un largo tiempo permanecí de pie, tambaleante, sin saber qué decisión tomar. Hasta que por fin comprendí que debía marchar hacia la región en que parecía advertir cierta tenue luminosidad. Entonces comprendí hasta qué punto las palabras luz y esperanza deben de estar vinculadas en la lengua del hombre primitivo. El suelo por el que realicé aquella marcha era irregular: por momentos el agua me llegaba hasta las rodillas y en otros apenas empapaba el suelo, que me parecía idéntico al fondo de las lagunas pampeanas de mi infancia: limoso y elástico. Cuando el nivel del agua aumentaba, torcía mi marcha hacia el lado en que disminuía, para volver a seguir la dirección que me conducía hacia aquella remota luminiscencia.
Siempre llego tarde.
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